Pero no, yo quise más, y no hay más. La entonación y los propósitos rotaron según la cantidad de veces que el segundero se tardaba en hacer el gesto recíproco y constante de un círculo perfecto.
Es el rayo que escala en cada vértebra hasta el centro de la radiación, en donde ocurre la sinapsis nerviosa, la que avisa que no. Cable a tierra. Ese misántropo, Maynard James Keenan, entona serenatas para la evocación de tu cálido regazo; de esos que hace treinta días alegraban mi engañada percepción. Era fehaciente como los deslices que ambos consumamos y perpetramos. Aquellos, en este momento, son nuestros trofeos de orgullo, de absurda vanidad y pedantería. Es el cauce que nunca más podremos cruzar, porque el otro lado no está al otro lado, sino a cincuenta kilómetros.
Tardes de lujuria con virtuales desconocidas, antros perdidos en una civilización escondida, planes y ocurrencias en las tardes santiaguinas de no-otoño. Quién diría que la clásica estrategia que me llevó a la gloria en el pasado, hoy caducó. Fueron tus enormes consternaciones, capas y abrigos cubiertas de malas oscilaciones. La razón de mi caída no fueron mis técnicas para encantar ni seducir, sino que durante esos catorce meses te llevaste el órgano vital que hace funcionar el sistema circulatorio, el apego y la autoestima. Hacia ellas he funcionado excelente, quizás soy más generoso. Pero el meollo del dilema radica en la lejanía de mis pensamientos, la vaga concentración en el acto, en la eterna fotografía del sillón cuadriculado del tercer piso, que más que objeto físico, fue testigo de la más desgarradora promesa incumplida.
El vaivén de ambas pelvis es lo más subjetivo que existe en este universo, la ecuanimidad reside en la actividad del córtex prefrontal izquierdo del cerebro, relacionado con las emociones positivas, y también depende de las correlaciones importantes entre los niveles de hormonas como la serotonina, la dopamina y la oxitocina. En palabras más acordes, es el roce de mis labios en tu cuello, el juego de cosquillas, la mirada de pureza, la risa sin sentido, la pena acompañada, la sola sensación de saber que estás detrás de mí, y que puedo confiar en ti.
De esta forma es que el agujero no puede taparse. Quedará eternamente el cráter que marcó tu indiferencia y tu gélido comportar.
Hojas secas en un callejón iluminado por el ocaso, un estrecho abierto, con faroles y bancas añejas de color verde. Tan esparcidos como nosotros están ahí, la gravilla y el tupido ambiente, ni cálido ni frío. Sólo inoportuno, como siempre. Me incomoda el anillo de matrimonio, lo reciclo sin perderlo en mi bolsillo, de esos pantalones de tela, rotos no de rebeldía, la causa es el paso del tiempo. Con cincuenta años o ahora, el sentimiento es el mismo. Hace un mes te perdí. Falleciste junto con las arrugas de mi piel. En las paredes del salón, en donde yo solía tocarte el piano, están los diplomas y los premios que hoy absuelven nuestro esfuerzo. En el suelo entablado, un viejo libro que se desprendió de nuestra biblioteca, debe tener setenta años ese empastado documento. Tiene un corazón en la portada ficticia, y en el epílogo advierte: El Regreso del Joven Príncipe.
Lo lograste. Te quedaste en mi mente para siempre.